Última mañana de encierros en San Sebastián de los Reyes, ‘Pamplona la Chica’, y había en el paisanaje ya la nostalgia del verano que se va, de las fiestas que se acaban, de que falta nada para que lleguen los días laborables, los que tenían razón a entender del poeta. En San Sebastián de los Reyes, en la previa a que los toros del Pilar metieran el miedo, antes de que cambiaran el cartel de la corrida de la tarde por los dolores rondeños de Roca Rey y Manzanares JR., la calle Real era un hervidero de peñas, más simpáticas que resacosas.
Fran González, alguacilillo de Las Ventas, corredor experto, contaba que «hay nervios y miedo», pero sonriente, que para algo se recuperó y bien de una cogida en Pamplona, de un Fuente Ymbro este mismito julio. Había «dormido regular», porque el morlaco ataca los sueños más benditos. Y los corredores no son de contar ovejas, y más bien en el duermevela se les aparece algo así como ‘El Guernica’. Un suponer.
Por el recorrido del encierro, San Sebastián tiene todo el encanto de pueblo en fiestas, dicho sea con todo afecto. Con sus vecinos que se reconocían de siempre en la calle Real. No se vio al mítico Fernando Ardura, pero la librería Navacerrada, la de Eduardo, congregaba el recuerdo, el regusto y la memoria de tantos toros que casi besan su escaparate. «Antes vendíamos más periódicos», que también este producto que usted lee, sirve, en formato físico, para mantener la distancia o azuzar al toro. Según.
El cuadro
La librería de Navacerrada es el Hotel la Perla de San Sebastián de los Reyes. Pero también la hornacina de San Fermín que, en el caso madrileño que nos ocupa, es una alcayata en la que, a las 10.30 clavadas, Pedro Sanz colocaba un cuadro del patrón, el Cristo de los Remedios. «Al principio era una postal, se ve que la gente le cogió devoción, rezaba antes del encierro y ya la hermandad me hizo entrega del cuadro». Y frente al cuadro, se congregaban los veteranos a los sones de la guitarra y la armónica de Pedro María Rivera, que, a lo Bob Dylan, le iba pegando a una copla sentida y en asonante: «Al Cristo de los Remedios y al patrón San Sebastián,/ pedimos que nos protejan y nos guíen hasta el final/ en el encierro diario que vamos a celebrar./ Al Cristo de los remedios venimos a festejar, festejar».
Pedro, aparte los bises y otras coplillas de su autoría que llevaba plastificadas y mostraba con orgullo de padre primerizo, también es el encargado de los cohetes, que aquí se va partido a partido, como Simeone, y se simultanean los roles… Los cohetes se los viene dando el «ayuntamiento desde hace 39 años», y Pedro, con algo beatífico en la mirada, los cuidaba de una lluvia que respetó lo justo. Justo diez minutos de que los toros entrasen a un coso embarrado como a traición.
El torero vernáculo
Delante del cuadro, como una aparición, apareció (sic) Diego García, torero local que faenará a la tarde y tomará la alternativa: «Veo el encierro, lo comento en la tele, como algo y no duermo siesta, que me sienta mal». Y es que los jóvenes diestros ya no respetan esa sagrada tradición de la cabezada antes de vestirse de luces.
Pamplona estuvo y no estuvo presente, presente por Ander Eskudero, pelotari seguro a juzgar por su camiseta, su dorsal y su acento. Modesto, y en ese mismo acento ‘navarrico pues’, presentaba a sus dos compadres, Manuel Márquez (hijo de andaluces, rubio como las candelas, pero pamplonica según el DNI), que para Eskudero es el «mejor», y Urtzi. «En cuanto termine el encierro, a Pamplona, que hay que trabajar». En ellos no servía el poema de Kavafis, el que pide que el viaje sea largo, obviamente.
Cuando se acercaban las once, que abajo del Arga no se madruga ya para jugarse la vida en el balcón marfileño de un centauro, por megafonía anunciaban con sorna la próxima boda de Pedro ‘el Rama’; el «que se casa en breve, y la boda de Lolita va a quedar en nada en comparación con la suya». El humor, que es la inteligencia que vence el miedo y los vecinos se rompían a carcajadas. Y la localidad aplaudía, que era oficiosamente invitada al casamiento.
Llegó la DANA
Ya en la calle de la Estafeta, al lado del coso, destacaba el ‘chino’ de la simpática y «aficionada» Guin Jun, que temía más «a la gente que a los toros». Y eso que el patinazo de una pezuña le puede reventar el escaparate.
Se vio antes del petardazo a Miguel Ángel Castander, el pastor más antiguo, que ya tenía memorizada la respuesta mediática a su labor: «Llevarlos a la plaza lo más rápido y hermanados. Más conciso imposible, ¿eh?».
Sonó el petardo, resbaló un toro. Un minuto y cuarenta y tres segundos y hasta en los kebabs se agotaron los churros. Quien pudo se refugió con su pañuelico de la tormenta de la DANA: corta e intensa, como un buen encierro.