“Ahora no puedo hablar. Te escribo al final del día… si no he muerto”. Hala Riziq cuenta en mensajes de audio su huida de una a otra parte de Gaza, la Franja que Israel mantiene completamente cercada y donde ha lanzado cientos de toneladas de bombas desde el multitudinario ataque miliciano originado el sábado, que causó 1.200 muertos. Los audios llegan cuando llegan, porque no hay internet y la conexión de datos se cae a menudo. La falta de fuel apagó el miércoles la única central eléctrica ―según el Gobierno de Hamás― y pone en peligro el suministro de agua, porque este alimenta las bombas de extracción de agua subterránea. El ministro israelí de Defensa, Yoav Gallant, decretó el lunes un “cerco completo”, sin suministro de agua, comida, electricidad ni combustible.
Riziq, de 45 años, cuenta que el domingo salió corriendo de su casa en Gaza capital, con su marido y sus cuatro hijos, tras el bombardeo de un edificio a 50 metros. “Iba de un sitio para otro. La calle estaba llena de gente que no sabía hacia dónde ir. Me entró un ataque de pánico porque miraba a mis hijos y no sabía cómo protegerlos”, afirma, mientras se oyen de fondo en el audio los bombardeos.
Se dirigió entonces a uno de los hoteles con “autorización de seguridad”. Aquellos cuyas coordenadas se entregan a Israel porque suelen albergar trabajadores de organizaciones internacionales, de ONG (su caso) o periodistas. Dos horas más tarde, le dijeron que no era seguro, que buscase otro sitio. “No podía porque era de noche. La pasé esperando a que amaneciese y bombardearon el edificio frente al hotel. Fui a otro, donde a las 02.00 nos gritaron: ‘¡Tenéis que salir ahora mismo!’. Con las prisas, olvidé la bolsa con los documentos de identidad y partidas de nacimiento que siempre preparo en estos casos”, asegura.
Riziq explica que corrió entonces a casa de su madre, en una zona relativamente más segura de la ciudad. Y que las calles a oscuras se iluminaban con las bengalas previas a los bombardeos o los incendios que causan los misiles, que se han cobrado desde el sábado 1.100 vidas. Se encontró allí a otros 60 desplazados, sin agua ni comida para todos. “Mi marido me dijo: ‘Vamos a dividirnos. Para que, si morimos, no lo hagamos todos a la vez y quede algo de la familia”, recuerda.
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Ha vuelto a su domicilio, pese a las ventanas rotas y los escombros del bombardeo cercano, porque ha llegado a la conclusión de que “no hay un solo lugar seguro en Gaza” y desde todos se oye constantemente sobrevolar a los drones y descender a los cazas para soltar el proyectil. “Esta mañana he mandado mensajes a todos mis amigos de fuera de Gaza porque tengo la sensación de que, tarde o temprano, voy a morir. Les escribí que voy a escribirles cada día ‘estoy viva’ y que, si alguno no lo hago, me perdonen si les hice algo malo, me recuerden y recen para que mi familia y yo descansemos en paz”.
Gaza no ha pasado desde el sábado de paraíso a infierno. La electricidad cortada, por ejemplo, apenas funcionaba antes de los ataques a Israel unas pocas horas al día. El resto depende de generadores, que permiten ir tirando estos días a las instituciones, comercios y familias que se lo pueden permitir. Salir, hacia Egipto o Israel, es un lujo en la última década y media. El resto de sus 2,2 millones de habitantes vive encerrado en un espacio ultramasificado (unas 5.500 personas por kilómetro cuadrado, 60 veces más que España), con un 22% de agua potable, un 47% de paro y un 62% de población dependiente de la ayuda humanitaria. En las últimas cuatro grandes ofensivas israelíes han muerto 4.000 personas.
Israel capturó Gaza en la Guerra de los Seis Días de 1967 y la evacuó unilateralmente de colonos y soldados en 2005. Un año más tarde, los palestinos celebraron elecciones. Ganó Hamás, pero la comunidad internacional boicoteó al nuevo Gobierno por no cumplir las exigencias de reconocer de facto a Israel y renunciar a la violencia. Es el cerebro del ataque del sábado y está considerado terrorista por la UE y Estados Unidos. Controla la Franja en solitario desde 2007, tras unos enfrentamientos con la facción rival Al Fatah. Y, desde entonces, Israel somete a Gaza a un cerco en el que ―en sus años más duros― llegaba a calcular las calorías mínimas por habitante para no generar una hambruna.
Ahora, para Fatma Yamal Muhaisen, el problema es otro: “Cuesta incluso saber si los familiares y los amigos siguen vivos, por los problemas de conexión y la falta de internet. No hablo de preguntarles si están bien, porque nadie está bien en estas circunstancias, sino de preguntarles si están vivos. Así que a veces nos limitamos a oír las bombas y a confiar en que lo estén. Tengo además familia fuera de Gaza y a menudo no pueden conectar con nosotros. Les da un vuelco al corazón cada vez que tarda en llegar la respuesta. Y a mí otro por cada bomba, por muy lejos que suene”, relata, también a través de mensajes de audio de WhatsApp.
Muhaisen, de 20 años, asegura que es la peor ofensiva que ha vivido (ha habido siete desde 2008) y ejemplifica el estado de ánimo con lo que le sucedió la noche anterior: “A medianoche llamaron a la puerta con fuerza, diciendo que nos fuésemos corriendo. Al abrir, vi de repente a cientos de personas huyendo, sin saber adónde. Nadie sabía nada, si había habido advertencia [misiles con poca carga explosiva para avisar del verdadero bombardeo] o una llamada de teléfono para desalojar. Resultó ser una falsa alarma”.
Ahora son 20 en casa porque acogen a otros desplazados y racionan el agua potable. Tienen un tanque para el agua de aseo y cocina. También baterías externas y un generador eléctrico que “en algún momento necesitará combustible”. “En los supermercados quedan pocas cosas porque la gente se lo ha llevado todo ya. Las panaderías están abiertas. Guardamos el pan en el congelador. No funciona, pero al menos lo intentamos”, asegura.
“Netanyahu dice que nos vayamos a otra parte de Gaza, pero ¿adónde?”, protesta Muhaisen en referencia al llamamiento del primer ministro israelí el sábado a los residentes en la Franja. Les conminó a marcharse “ahora” si viven cerca de algún sitio donde Hamás esté “desplegado, escondido u operando” porque acabará “convertido en escombros”. Un portavoz militar exhortó luego a todos a escapar a Egipto por un paso que estaba cerrado.
El Programa Mundial de Alimentos de la ONU advirtió el miércoles del agotamiento “muy pronto de los suministros de comida y necesidades básicas”. Según Naciones Unidas, más de 180.000 habitantes de Gaza han perdido sus casas. Vagan por las calles, porque lo consideran menos peligroso que quedarse en los edificios, o están principalmente en escuelas de la agencia de la ONU para los refugiados palestinos (UNRWA). La destrucción afecta a 20.000 viviendas y 10 centros médicos, según datos del Ministerio palestino de Exteriores. Hay, además, 48 escuelas dañadas.
Uno de esos edificios es el Centro Palestino para el Diálogo Cultural y el Desarrollo, cuya sede está en ruinas desde el martes, señala su director, Wajeeh Abu Zarife. “Hay bombardeos por todos los lados. Ahora mismo ninguno en Gaza sentimos que estemos en un lugar seguro. Ni en casa, ni en la calle, ni en los hospitales, ni siquiera en las escuelas de la UNRWA. La gente va corriendo de un lado para otro”. A Abu Zarife lo que le preocupa, sin embargo, no son estos días, sino lo que viene: “Que ni sabemos lo que es, ni vemos esfuerzos para detenerlo”.
Es la “fuerte venganza” ―en palabras de Netanyahu― en la que las Fuerzas Armadas israelíes han lanzado ya “cientos de toneladas de bombas”, con “énfasis en el daño, no en la precisión”, según su portavoz, Daniel Hagari. Desde el sábado, responsables políticos y militares israelíes vienen subrayando el enfoque y magnitud de la ofensiva, que previsiblemente incluirá una invasión terrestre. “En la guerra, hay que ser brutal”, ha dicho el ministro de Finanzas, el ultraderechista Bezalel Smotrich, al defender “un golpe no visto en 50 años [la Guerra del Yom Kippur] que acabe con Gaza” y con bombardeos “brutales que no tengan significativamente en consideración el asunto de los cautivos”, en referencia a los al menos 130 israelíes en la Franja, secuestrados durante el ataque. “Vamos a cambiar Oriente Próximo”, ha resumido Netanyahu.
Si para la joven Muhaisen esta es su peor guerra, para el español Raúl Incertis es la primera de este calibre. Es anestesista y llegó a la Franja hace apenas 11 días para una misión de cirugía ortopédica y reconstructiva de la ONG Médicos sin Fronteras. Está reubicado con otras decenas de trabajadores humanitarios y de organizaciones internacionales en un sótano de un edificio de la ONU que le parece “el paraíso en la tierra”, en comparación con sus dos primeros días en un edificio sin sótano, en una realidad más parecida a la de los locales. Allí, él y sus ocho compañeros de la ONG pasaron la noche del lunes “agazapados en el suelo” de la planta baja, escuchando proyectiles cada pocos minutos. “Bombardearon una mezquita a unos 150 metros. Se rompieron los cristales de la casa. Pero la peor experiencia de mi vida fue escuchar cómo empezaban entonces a llorar de miedo los niños en una casa al lado”, afirma.
Cuando la adolescente Shahd Raed Al Wahidi se excusa porque lleva tres días casi sin conexión, siente la necesidad de añadir una frase tranquilizadora: “Estamos vivos”.
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